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13 de enero de 2008

LEOPOLDO MARECHAL


Adán Buenosayres

Libro Quinto Parte I

(Fragmento)

"...Habías cruzado el mar, y tus ojos, frescos de aguas amargas y de vientos navales, habían presenciado aquella mutación del cielo: una entrañable ausencia de constelaciones que no saltaban ya la línea del horizonte austral, y un advenimiento de nuevas formas celestes, allá, en el norte congelado, a la hora del anochecer. Estabas en un puerto de Galicia, y tu soledad ya tendía sus brazos a las formas y colores de otro mundo: el día invernal apenas alboreaba en un horizonte de hierro; al frente, las tres islas también eran de hierro, y de hierro fundido eran las olas que azotaban la escollera y hacían bailar a los navíos en torno de sus anclas; girando sobre las embarcaciones, rozando el agua o picoteando la espuma, chillaban las gaviotas, como una sola hambre partida en mil pedazos. La ciudad, a tus espaldas, no había salido aún de su modorra; pero junto al malecón aguardaban ya figuras inmóviles y sin otra vida que la de sus ojos adentrados en el mar todavía nocturno. Entonces, yendo a lo largo del malecón, te llegaste a la caleta de los pescadores: grandes hembras taciturnas remendaban allí las redes extendidas en un suelo pringoso y brillante de escamas; junto a las mujeres, niños adormilados todavía cebaban los anzuelos con hígado de atún. El mar y el viento sostenían allá un diálogo que se inspiraba en la violencia, y que al interrumpirse de súbito permitió escuchar el clarín terrestre de un gallo madrugador. Y de pronto figuras rígidas, cuerpos entumecidos y caras de piedra se animaron y se pusieron a gritar en la dirección del agua; y voces rudas que venían del agua respondieron en la sombra. Eran los cosechadores del mar, que regresaban al muelle: recortándose ya en el fondo vago del amanecer, distinguías las proas afiladas, los mástiles escuetos y los hombres que, aferrándose a las cuerdas, gritaban algo, salutación o lamento. Y como si aquellos hombres hubieran pescado el día y lo trajesen a remolque, la luz creció en torno y se encendió la tierra como una lámpara. Después aquellas manos rústicas expusieron delante de tus ojos la riqueza del mar, los frutos resplandecientes del agua: un universo de tentáculos que se retorcían aún, de conchas multicolores, de nácares y escamas, de pulpas tintóreas que aún sangraban y latían como si hubieran sido las recién arrancadas vísceras del mar. Y como antaño en la llanura, tu alma no tenía en aquel instante otra voz que la del elogio: elogio de tantas formas puras, encarecimiento de la vida heroica, alabanza del Hacedor que da los frutos y que, si los ubica en la rama difícil, es para que, al cosecharlos, el hombre coseche al mismo tiempo la hermosa y dolorida flor de la penitencia..."

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